Es sencillo y a la vez un esfuerzo que agota el aire
de sus pulmones. Las gafas hace rato que se le han resbalado, deslizándose
suavemente por el puente de la nariz hasta caer sobre unos pechos ajenos. Está
despeinado, pero ¿qué puede importar eso? Este es uno de los momentos más
importantes de su vida: ella se remueve entre sus manos, manos grandes y
fuertes que la recorren en sórdidas caricias haciendo que cada espasmo sea un
vals. Podrían estar bailando en el suelo de cualquier habitación de hotel, la
luz roja se cuela por una ventana de cristales sucios e ilumina sus cuerpos
entrelazados.
Debajo ella jadea, porque siente que el aire se
le escapa con cada sacudida, en un tira y afloja en el que el premio es su
respiración. Tiene la carne de gallina y
los ojos vagan sin rumbo o se cierran agotados; pequeñas gotas de sudor se
deslizan por su cuello hasta unos dedos ajenos, los de él. A él le encanta su
garganta, donde la piel es más fina y los tendones se marcan en tensión cuando
algo dentro de su pecho se resiste, ruge y embiste con fuerza. Las piernas se
le comban en extrañas posturas acercando sus caderas a las de él. Arquea la
espalda, casi poseída, y el ritmo se vuelve frenético, como unas pulsaciones
excitadas o algo que escapa a presión.
Todas las pieles en el cuarto obedecen a
instintos primarios. Él hunde un poco más los pulgares en su carne, para que
ella ahogue sus gritos y todos sus nervios respondan. Y de repente la fuerza
desaparece, las manos se aflojan, y los cuerpos descansan el uno sobre el otro,
flácidos por fin. Ella no se mueve, sus ojos aún siguen abiertos. Él aparta las
manos de su cuello, recupera la respiración y se levanta lentamente,
agotado.
Nunca pensó que fuese tan difícil matar a una
chica tan pequeña.
#crimenperfecto
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